Por: Oscar Duque Sandoval
La Inteligencia Artificial, IA, es hoy omnipresente. Entendida como la capacidad de una máquina computacional para solucionar problemas complejos mediante la implementación de algoritmos altamente sofisticados, la inteligencia artificial ocupa hoy la mayoría de los espacios de la vida, pues no solo está dirigida a la industria y la producción masiva de bienes y servicios, sino también a las labores cotidianas, el ocio, las relaciones interpersonales y los espacios más íntimos de la existencia; deshumanizándolos o, por lo menos, tecnificándolos como nunca se había imaginado.
Ella, al facilitar la automatización y ampliación del conocimiento y gracias a su amplia singularidad para procesar grandes cantidades de información y a su capacidad de autoaprendizaje, de adaptación y de mejora continua; facilita los procesos de toma de decisiones optimizando la capacidad de predicción estratégica y la eficiencia, precisión y anticipación en el planteamiento y resolución de problemas de singular complejidad y alta dificultad.
Por ello, la inteligencia artificial no es ajena al Derecho, tanto en su práctica como en lo que constituye su objeto de estudio. En efecto, y en lo que atañe al oficio de los operadores jurídicos, la inteligencia artificial, y como el mítico dios Jano, presenta una doble cara: la de entrada, amable y radiante, la de la sonrisa permanente que abre oportunidades y facilita procesos; la segunda, de salida, de mirada trágica y oscura, que revela la angustia y la incertidumbre derivada de los trepidantes cambios que concitan a las peores prácticas y los mayores abusos.
En efecto, para la práctica, su cara amable, brinda amplias
oportunidades para mejorar la eficiencia y la precisión de los
procesos legales, tales como la revisión y automatización de
documentos legales; la búsqueda y análisis de legislación,
precedentes jurisprudenciales y opiniones doctrinarias; la
investigación y la debida diligencia en la predicción de resultados
en materia litigiosa; la gestión de proyectos y programación y
control de actividades, entre otras; todo lo cual muestra su potencial
para transformar la forma en que se llevan a cabo las tareas legales,
aumentando la eficiencia y la calidad de los servicios prestados por
los operadores del sector.
Pero sí es en la práctica de la profesión donde muestra su cara amable, es en su ejercicio donde muestra su cara trágica y de incertidumbre. Es ya hoy sabido que el uso de estas tecnologías plantea el riesgo de abusos a la integridad de las personas y desafíos éticos, jurídicos y sociales que deben ser cuidadosamente considerados. Es reconocido el efecto pernicioso que el empleo de estas tecnologías tiene sobre los derechos de los individuos: afectaciones a la vida, a la honra, a la libertad, a la identidad, a la integridad y a la igualdad, por citar al menos los que enfrentan mayores y más amplios peligros. Así mismo, y asociado al ejercicio de la profesión, el uso de la inteligencia artificial reporta riesgos en relación con la calidad de los procesos y a la calidad de los datos que pueden afectar la transparencia de los procesos internos de construcción y funcionalidad de los algoritmos; y/o a perpetuar situaciones de discriminación o marginalidad cuando los datos contienen sesgos históricos de discriminación, lo que podría afectar la confianza en la justicia y la equidad y, por tanto, resultar en decisiones legales injustas. Asimismo, hoy en muchos casos, los sistemas de inteligencia artificial toman decisiones autónomas sin la intervención directa de un ser humano, lo que plantea interrogantes sobre quién es el responsable legal si una decisión automatizada resulta incorrecta o causa daño, especialmente si no hay una clara distinción entre la acción de un ser humano y la del sistema automatizado. También, el uso de esta tecnología supone el procesamiento de grandes cantidades de datos, algunos de los cuales pueden ser personales y sensibles, lo que genera serias preocupaciones sobre la protección de la privacidad y la seguridad de la información, especialmente en contextos de vigilancia o análisis predictivo de comportamientos.
Así, entonces, el papel del abogado frente a la inteligencia artificial, tanto en los ámbitos académico como en el del ejercicio profesional y ético, es la ponerse en medio de las caras de Jano, mediar y ligar entre sus bondades y sus vicisitudes. De ahí que la invitación a los abogados, y en especial a los que hoy se están formando en nuestro novel programa de Derecho, es que de manera crítica y reflexiva asuman el papel fundamental que tienen en la investigación, apropiación y desarrollo de marcos jurídicos relacionados con la inteligencia artificial. Para ello es necesario reflexionar acerca de la legislación existente y mirar cómo se aplica a situaciones relacionadas con la inteligencia artificial, lo que incluye la protección de datos personales, la propiedad intelectual, el uso ético de algoritmos, la responsabilidad civil y penal, entre otros; y, en la medida que esta tecnología se expanda, estar preparados para identificar y asumir los nuevos retos que las normativas tradicionales no abarcan adecuadamente, para participar activamente en la creación y desarrollo de nueva legislación en temas asociados a la privacidad de datos, el derecho a la información, la no discriminación; el uso de inteligencia artificial en la toma de decisiones automatizadas, o la regulación del empleo en un mundo donde las máquinas pueden reemplazar a los humanos en ciertos trabajos, entre otros. En el ámbito ético es imprescindible garantizar que las decisiones automatizadas por la inteligencia artificial sean transparentes y auditables, velar por que las decisiones tomadas por algoritmos no sean discriminatorias o carezcan de justificación legal adecuada, y que las personas afectadas puedan apelar o entender las decisiones tomadas por la IA.
En resumen, el papel del abogado frente a la inteligencia artificial no solo es técnico, es profundamente ético. Los abogados son esenciales para garantizar que el desarrollo y el uso de la inteligencia artificial respete los principios legales y éticos, promoviendo un equilibrio entre el avance tecnológico y los derechos humanos fundamentales. Su rol en su regulación, la protección de los derechos de los individuos y la creación de normativas innovadoras es crucial para afrontar los desafíos legales y éticos que plantea a futuro esta nueva era tecnológica.
Incorporar la inteligencia artificial al ejercicio del Derecho, significa abrir una Caja de Pandora: liberar lo bueno, lo malo y lo feo y, con ello, potenciar los demonios que azotan la humanidad. Sin embargo, en el fondo queda la esperanza de que con un poco de imaginación y una alta dosis de creación e innovación, al final el balance resulte positivo y se logre preservar la vida, la libertad y la integridad como valores fundamentales y, con ello el bienestar de la humanidad.
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